Etnicidad

Etnopolítica y movimientos sociales

Indigenismo Integracionista

La convención de Pazcuaro (1940) declara:
“Los Gobiernos de las Repúblicas Americanas, animados por el deseo de crear instrumentos eficaces de colaboración para la resolución de sus problemas comunes, y reconociendo que el problema indígena atañe a toda América; que conviene dilucidarlo y resolverlo y que presenta en muchos de los países americanos, modalidades semejantes y comparables; reconociendo, además, que es conveniente aclarar, estimular y coordinar la política indigenista de los diversos países, entendida ésta como conjunto de normas y de medidas que deben aplicarse para mejorar de manera integral la vida de los grupos indígenas de América y considerando que la creación de un Instituto Indigenista Interamericano fue recomendada para su estudio por la Octava Conferencia Internacional Americana reunida en Lima, en 1938, en una Resolución que dice: Que el Congreso Continental Indigenista estudie la conveniencia de establecer un Instituto Indianista Interamericano y, en su caso, fije los términos de su organización y dé los pasos necesarios para su instalación y funcionamiento inmediatos, y considerando que el Primer Congreso Indigenista Interamericano celebrado en Patzcuaro, en abril de 1940 aprobó la creación del Instituto, y propuso la celebración de una Convención al respecto” (Convención Pazcuaro 1940: 1).

El llamado indigenismo integracionista partía del siguiente supuesto teórico, los pueblos indios están marginados de la vida política, económica y cultural del país, por lo que hay que integrarlos a la vida y los beneficios que brinda el Estado. El supuesto práctico era que el indio no está integrado en la cultura occidental, por tanto había que integrarlo, occidentalizarlo, de manera gradual pero segura. Esta “vocación integradora” se expresa en las políticas indigenistas y corresponde, evidentemente, a la necesidad capitalista de consolidar y ampliar el mercado interno. Pero también va más allá. Pretende la construcción de

“una nación en términos (sociales, políticos, económicos, culturales, ideológicos) que se ajuste a los supuestos implícitos en la forma de Estado impuesta a partir de la independencia política. En esta empresa no cabe el indio” (Bonfil 1992: 52).

El indigenismo de integración cambió el énfasis del desarrollo cultural por el comunitario: “El período de 1955 a 1975 podría caracterizarse por el predominio de las acciones encaminadas a promover el desarrollo de las comunidades indígenas mediante la introducción de innovaciones técnicas en el orden productivo, organizacional y de servicios” (Arce 1990:20). Durante este tiempo el indigenismo recibió una fuerte influencia de las políticas desarrollistas impulsadas por la CEPAL y los programas de cooperación internacional que se aplicaron en América Latina. Programas que se materializaron en respuesta a la revolución cubana, como fue el caso de la “Alianza para el Progreso”.

Esta reorientación del indigenismo implicaba una nueva comprensión de la cuestión india, la cual interpretaba la brecha en relación al nivel de vida entre los pueblos indios y el conjunto social. Tal brecha respondía más a causas materiales y estructurales que a motivos culturales. La clave para terminar con esa diferencia sería la modernización. En otras palabras, en la sustitución de las prácticas tradicionales indígenas por nuevas tecnologías y formas de organización más eficientes, y en una mayor participación en las instituciones económicas, sociales y políticas de las naciones modernas. Este giro en la política indigenista contribuyó a diversificar la demanda de profesionales y facilitó la formación de cuadros y profesionales indios; algunos de los cuales han llegado a ocupar altos cargos de dirección en sus gobiernos o en organismos internacionales de ayuda al desarrollo. Otros se han convertido en líderes de los movimientos de reivindicación étnica.

En el área andina, además de numerosos pequeños proyectos de desarrollo realizados por los gobiernos y por diversas entidades privadas, nacionales y extranjeras, en la década de los sesenta, se realizó en el Perú el Plan de Integración de la Población Aborigen. Plan cofinanciado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). También cabe desatacar el Programa de Acción Andina, diseñado por las Naciones Unidas y dirigido por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con la participación de varias agencias especializadas de las Naciones Unidas (ONU). Este programa se inició en Bolivia y Perú en 1953, se extendió al Ecuador en 1954, a Colombia en 1960, a Chile y Argentina en 1961 y a Venezuela en 1963 (Actas Primer Congreso I.I.I. 1991 loc. cit.).

El indigenismo como una política pública que tenía como propósito generar grandes transformaciones a través de la educación y el desarrollo tecnológico, fue un fracaso en cuando no logra su objetivo principal, transformar al campesino indígena en un sujeto moderno proclive a los cambios tecnológicos. El indígena sigue siendo un “sujeto atrasado” y reactivo a los cambios técnicos. Por otro lado, desde una perspectiva de clase, la proletarización del campesinado indígena sólo se tradujo en un empobrecimiento y en una marginación económica, social y política.

Del fracaso del indigenismo integracionista se pasa al etnodesarrollo. Este es la coartada perfecta para impulsar una nueva política indígena, ya no desde afuera sino desde adentro. Es una nueva respuesta que, introyectando los errores del pasado, es situada como sucesor natural de la institucionalidad y metas modernas de trasformación productiva y social.

2.2.4. Etnodesarrollo

El etnodesarrollo será la empresa del rescate del otro; de su tecnología, sus ritos, sus organizaciones. Sólo así sería posible un desarrollo desde adentro, desde las propias categorías culturales de los involucrados. Esta propuesta nuevamente reproduce los viejos moldes americanistas y postcoloniales; contaminación cultural versus pureza originaria, indio malo versus indígena bueno, modernidad mala versus naturaleza prístina e indígena.

Se reconstruye la misma operación epistemológica que históricamente se ha dado. La negación del indigenismo decimonónico, será ahora reemplazada por estereotipos modernistas de autodeterminación y tecnologías autónomas. El tema del etnodesarrollo fue objeto de un interesante debate entre expertos Cepalianos reunidos en San José de Costa Rica (1981) bajo los auspicios de UNESCO y FLACSO. En la Declaración de San José, sobre etnodesarrollo y etnocidio en América Latina, concluyó el evento con la siguiente definición de etnodesarrollo:

“Entendemos por etnodesarrollo la ampliación y consolidación de los ámbitos de cultura propia, mediante el fortalecimiento de la capacidad de decisión de una sociedad culturalmente diferenciada para que guíe su propio desarrollo y el ejercicio de la autodeterminación, cualquiera que sea el nivel que considere, implica una organización equitativa y propia del poder. Esto significa que el grupo étnico es la unidad político administrativa con autoridad sobre su propio territorio y capacidad de decisión en los ámbitos que constituyen su proyecto de desarrollo dentro de un proceso de creciente autonomía y autogestión” (Declaración de San José 1981: 24).

Se reconoce a las sociedades indígenas como culturalmente diferenciadas y, en consecuencia, legítimamente idóneo para constituir unidades político-administrativas autónomas dentro de los estados nacionales. Este reconocimiento necesariamente requiere de un marco de relaciones políticas entre el Estado y los grupos étnicos que permita el control y la gestión autónoma de los recursos culturales. Por ello no puede concebirse como un proceso circunscrito sólo al espacio del grupo étnico. Supone determinadas relaciones con el Estado y la sociedad global. Y es precisamente en esta doble condición de articulación y autonomía donde se dan sus principales contradicciones, límites y posibilidades.

2.2.5. Movimientos Indianistas

Una reacción crítica al indigenismo histórico lo realiza una corriente denominada indianismo. Esta construye respuestas y explicaciones por oposición a esos enfoques y desarrolla una profunda autocrítica del papel colonizador desempeñado por las ciencias sociales. A su vez, ofrece un enfoque multidimensional de la problemática india en el que aparecen integrados los aspectos culturales y económicos.

Un hito importante en la crítica al indigenismo fue la declaración final de la reunión de Barbados I (1971). En ella se hace referencia explícita a la responsabilidad de antropólogos y misioneros religiosos en lo referente al etnocidio sufrido por los indígenas. Además, por vez primera; se habla de autogobierno, desarrollo y defensa de los indios por parte de las propias poblaciones indígenas.

En la reunión de Barbados II (1979) participaron líderes indios junto a académicos e investigadores que previamente habían adoptado una actitud crítica, más abierta y con orientaciones muy diferentes del indigenismo oficial. Estas críticas contribuyeron a la emergencia del indianismo como alternativa; y posteriormente a un giro importante en el mismo indigenismo oficial. En este planteamiento, las dimensiones étnicas y civilizatorias de la cuestión india adquieren un realce fundamental. Se concibe a las sociedades latinoamericanas como sociedades pluriétnicas, plurilingües y plurinacionales, se defiende la autodeterminación de los pueblos indios y se cuestiona la concepción del Estado-nación. Por último, al tiempo que se denuncia la situación de subordinación de los pueblos indios, se propone una redefinición de las identidades nacionales.

A su vez, la irrupción del movimiento social indígena amparado en un giro en la ideología y en la política indianistas al que nos venimos refiriendo, no sólo se escenificó en los congresos indianistas, sino que ha tenido otras expresiones concretas. Entre estas cabe destacar la constitución del Parlamento Indígena Latinoamericano (Panamá 1987), primera estructura continental que buscará coordinar los esfuerzos de varios movimientos nacionales en avances sustantivos en el campo formal de la legislación. También se puede citar la promulgación de la Ley de Autonomía de la Costa Atlántica (Managua, septiembre de 1987); la creación en 1990 de la Comisión Especial de Asuntos Indígenas (CEAI) con el concurso de los ocho países firmantes del Tratado de Cooperación Amazónica (TCA) y la participación de la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), y la decisión de los presidentes latinoamericanos, reunidos en la Cumbre de Guadalajara, México (1991), de constituir un Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe.

La nueva estrategia pretendía rescatar, a modo de ideología, las tradiciones más ancestrales, construidas como oposición a una modernidad decadente. Así la pureza cultural, indios puros, pueblos auténticos, serán los ingredientes para desechar lo indígena como nominativo estándar y supra étnico, para reemplazarlo por el concepto de indio. Este es portador de la legitimidad histórica y emblema emancipatorio resignificado en contextos locales.

Se instaló la legitimidad del movimiento debido a la renovación de los mecanismos de participación y control de las organizaciones alejadas del Estado y de las organizaciones internacionales, pero cerca de las organizaciones de base con la dirección y protagonismo de los propios indígenas. Serán ellos mismos, los actores principales de los nuevos escenarios caracterizados por el movimiento social indígena.

Se inicia la construcción de un discurso político en base a procesos de etnificación y etnogénesis, el que apunta al rescate de las raíces profundas. En esta lógica, los estados latinoamericanos y sus políticas públicas institucionalizarán los movimientos indígenas y así moldearán sus contenidos programáticos, por otro lado, los movimientos indígenas o indios profundizarán las reivindicaciones asociadas a las políticas de la diversidad.

2.3. Globalización y Etnicidad Multicultural

Desde los años setenta se dan una serie de circunstancias que obligan a cambiar los enfoques sobre la etnicidad. Por un lado, los grupos étnicamente definidos no sólo no desaparecen, sino que van generalizando la llamada política de la identidad, de este modo los grupos étnicos se van convirtiendo en actores políticos cada vez más relevantes, para la estabilidad local y regional. Por otro lado, la generalización de las migraciones transnacionales y el aumento del consumo global, están dejando de manera creciente obsoleta la vinculación directa entre territorio, sociedad y cultura; una de las bases el pensamiento culturalista (Castell 1998; Garcia-Canclini 1988, 2003; Barbero 2001).

El análisis de las relaciones entre los grupos étnicos y los estados nacionales en las llamadas sociedades multiculturales , se constituye como uno de los campos centrales de los estudios contemporáneos. Estos se orientan hacia las zonas de contacto cultural que a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, fue haciéndose evidente que los grupos indígenas u originarios no se integraban al estilo de vida moderno, manteniendo patrones de comportamientos tradicionales.

Así, la zona de Atacama es un caso típico, donde ocurren relaciones sociales, como consecuencia de un conjunto de intercambios de distinta índole entre diferentes grupos sociales en una estructura social de la diferencia que ampara relaciones de subordinación y de dominio social, económico y político.

2.3.1. Interculturalismo

El fenómeno intercultural tiene como requisito la existencia de una o más culturas en un espacio determinado. Históricamente han existido dos posibles desenlaces de estos encuentros; la guerra y el exterminio físico de la otredad o el intercambio, este último necesariamente se expresa en relaciones sociales de índole económico, religioso, tecnológico, parentales, etc.

Bajo la perspectiva de la etnicidad como sinónimo de cultura, lo interétnico sería equivalente a interculturalidad, por lo tanto, cualquier análisis respecto de lo étnico es un análisis cultural. Por otro lado, si consideramos la etnicidad como una “relación”, los procesos de interacción étnica, sólo comprenderá la diferencia y continuidad de las relaciones de grupos culturalmente distintos.

Cual fuese el caso, entenderemos la interculturalidad como un lugar de intercambio, disputa o acuerdos; en definitiva, serán el conjunto de prácticas sociales entre individuos o instituciones las que admiten el reconocimiento recíproco de diferencias esenciales, con el propósito de sustituir y asimilar o transformar la diferencia.

La interculturalidad puede ser entendida como; la puesta en relación de miembros de diferentes culturas, así como a los mecanismos sociales necesarios para lograr una comunicación eficiente, así instituciones, reglas, posiciones, capitales y actores son el escenario de la construcción, dominio y sometimiento de ciertos sentidos culturales, tanto la dinámica desigualdad como la movilización son parte de la lucha por la imposición y la resistencia de sentidos (Bourdieu loc. cit.; Bartolomé 2004).

La interculturalidad, es una estructura social donde se producen los discursos de contacto, de comprensión y de entendimiento, resultado de la lucha y negociación de valores, conceptos y principios en competencia. La coexistencia de culturas diferentes requiere de espacios formales e informales para la ocurrencia de las relaciones sociales. Por lo tanto, pluralismo o multiculturalismo son procesos propios de un diálogo intercultural. Este supone el encuentro y la confrontación, no sólo de ideas sino de los propios sistemas clasificatorios que los originan.

Muchos estados latinoamericanos estimulan formalmente políticas multiculturales e igualitarias, no obstante, en la práctica se establecen y se opera con valores universales básicos para el entendimiento.

Los estudios sobre el tema son tan vastos como difusos y, por lo general, se ha argumentado más desde la perspectiva ideológica-política que desde una visión estrictamente metodológica, priman estudios de cambio cultural, aculturación y sincretismo, donde el mayor pragmatismo se manifiesta en los estudios de educación multicultural, salud intercultural y etnobotánica entre otros.

Más allá de las sofisticadas propuestas hermenéuticas o semiológicas, entendidas como explicaciones causales o interpretativas, la práctica intercultural, ha sido entendida como una especie de teoría de conjunto donde cada cultura se representa, a modo de un círculo que se intercepta con otro. Desde ahí se generan áreas comunes y áreas propias, esta heurística analógica sólo funciona con sujetos estables y “objetivos” (Bonfil loc. cit.).

En estos escenarios interculturales, un hecho particularmente relevante es el multilingüismo, en las zonas de contacto cultural, puede ser entendido como la posibilidad y capacidad de manejar dos culturas de forma simultánea, sin que una desplace necesariamente a la otra. En esta relación de dos o más culturas diferentes, es frecuente que los individuos recurran instrumentalmente a uno u otro significado dependiendo de las circunstancias. De hecho, muchos de los indígenas aymaras y quechuas emigrados a las grandes ciudades, suponen no sólo una cierta competencia lingüística; sino también conocimientos de políticas migratorias, matemáticas, contabilidad, legislaciones aduaneras, códigos de interacción mercantil o laboral, etc. Es decir, un aprendizaje selectivo y pragmático de una cultura distinta a la suya (Golte 1987, 1995, 2001).

Los mecanismos que operan dentro de este espacio intercultural, tienen una clara intensión colonizadora, es decir, transferir al otro la mayor cantidad de distinciones, por lo tanto, el “diálogo cultural” , es el resultado de la dinámicas de lucha, resistencia e introyección de distinciones de ambas partes. Tratar de separar analíticamente las culturas dominantes de las dominadas socava, para este análisis, la posibilidad de comprender el grado en que todos los participantes, en un encuentro de larga data, se han interiorizado recíprocamente.

2.3.2. Relaciones Inter-Étnicas

Para los gobiernos latinoamericanos adquiere una importancia inusitada, la etnia como sinónimo de cultura. De esta manera, para las planificaciones e intervención social pública y privada, lo étnico hace referencia a identidades colectivas delimitadas y transparentes. La intervención pública gubernamental y no gubernamental, guiará con certeza sus políticas a áreas y focos específicos de desarrollo indígena. De esta manera, se estabiliza un sujeto étnico para la política con propósitos, objetivos, resultados y metas a alcanzar.

Si la etnicidad es una “relación” estará determinada; por el contexto en el cual se desarrolla, los grados de asimetrías de los vínculos, la auto denominación, la nominación externa del grupo, todo esto determina una posición respecto de sus vecinos, finalmente el establecimiento de fronteras culturales.

Barth, sostendrá como núcleo de sus argumentos que la identificación de la etnicidad depende de los aspectos organizacionales de cada unidad cultural en cuyo seno se encuentra, no solo señales de identificación sino también estructuras de interacción que permite la persistencia de las diferencias culturales. En este sentido, se puede destacar la existencia de códigos o reglas específicas, así como valores, que regulan los contactos sociales interétnicos a manera de prescripciones predeterminadas (Barth óp. cit.).

Por otro lado, Cardoso de Oliveira, se refiere a la identidad étnica en tanto identidad grupal, es una representación de sí, una idea o idealización de sí mismo, un tipo particular de identidad social, la cual es, a su vez, una ideología y una forma de representación colectiva. Se debe insistir que toda identidad étnica se construye en el contacto con el otro, de tal manera que el hecho implica el reconocimiento de un sistema particular de valores altamente dinámicos que denominará cultura de contacto (Cardoso de Oliveira 1992).

En cambio lejos del rescate cultural folclórico, los movimientos sociales étnicos insisten en la diferencia como un capital no sólo simbólico sino que también económico y político. De esta manera, un fenómeno eminentemente cultural se transforma en ideológico. Por otro lado, se constata el hecho relacional y no esencial de la etnia, por cuanto es una construcción programada según los contextos y los interlocutores.

En cambio para las políticas públicas multiculturales, el interés principalmente se pone en la cultura y no en las relaciones sociales. Como resultado de este enfoque, las acciones se centran en la difusión del valor de la cultura discriminada, como si la desigualdad fuera un producto del desconocimiento mutuo y no del modelo social imperante.




2.3.3. Multiculturalismo

El origen del multiculturalismo pueden identificarse en la resolución de la “cuestión de la diferencia” esta se abrió camino en el pensamiento occidental a raíz de cambios de gran envergadura como; la constatación de una cultura tradicional, la emergencia de movimientos sociales que promovían estilos de vida alternativos, las reivindicaciones etnonacionales, la intensificación de los fenómenos migratorios y la globalización de las comunicaciones. Estos cambios pusieron en crisis la homogeneidad, universalidad de las estructuras y representaciones de la sociedad. En consecuencia, se produjo un tránsito de la unicidad a la diferencia que provocó el surgimiento de un conjunto de problemáticas política.

La idea que subyace en el multiculturalismo es la necesidad de reconocer las diferencias y las identidades culturales dentro del marco de legalidad multinacional. Esta expresión del pluralismo cultural promueve la no discriminación por razones de raza ni diferencia cultural dentro de los límites liberales dados por las legislaciones nacionales e internacionales.

La multiculturalidad o “hecho social de la diferencia”, da cuenta de la cantidad de expresiones culturales y étnicas tanto regionales como locales. Esta no es meramente descriptiva, plantea la cuestión de la identidad; no como una suma de particulares, sino en tanto la construcción estratégica de un orden social y político que define y redefine las relaciones sociales con su entorno cultural.

El multiculturalismo es una producción liberal desde cualquier punto de vista y además es parte de un dilema, que es, el hacer valer un marco de reglamentaciones dado por la ideología neoliberal frente a las otras culturas con otros marcos legales.

El término multiculturalismo designa a diferentes formas de pluralismo cultural, que puede estar tanto basado en la colonización de un Estado sobre pueblos originarios; como en la migración de grupos culturalmente distintos al ámbito que los recibe (Kymlicka 1996).

El pluralismo y el multiculturalismo han sido argumentados tanto a favor como en contra de las minorías, desde el marco político e ideológico que se use. Activando la vieja discusión sobre perspectivas de igualdad ciudadana y la consiguiente universalidad de los valores liberales, o la singularidad jurídica de cada cultura (Bhikhu Parenkh 2000; Kymlicka óp. cit.).

El foco de atención se ha puesto en los problemas planteados por la incorporación de las minorías, en nuestro caso indígenas, a las dinámicas nacionales. La pregunta que suele formularse es hasta qué punto los indígenas tienen derecho y cuáles son los marcos legales para el desarrollo de sus propias tradiciones culturales. En esta perspectiva suele distinguirse entre multiculturalismo como concepto descriptivo, normativo y político-programático.

En cuanto concepto descriptivo denota una situación de hecho que caracteriza a las sociedades contemporáneas: la presencia en un mismo espacio de soberanía de diferentes identidades culturales. Esta situación no es una novedad ni obedece a un único molde, todas las naciones en mayor o menor medida son sociedades multiculturales. En esta perspectiva la multiculturalidad no es un ideal a alcanzar; sino una realidad a gestionar.

En cuanto concepto normativo, el multiculturalismo constituye una ideología o una filosofía que afirma, con diferentes argumentos y desde diferentes perspectivas teóricas, que es moralmente deseable que las sociedades sean multiculturales. Actualmente, este tema es objeto de grandes debates políticos y académicos. Aquí cabe distinguir entre una versión radical y una versión moderada del multiculturalismo.

La versión radical o político-programática, defendida por algunos sectores de la izquierda social-demócrata que se reclama del posmodernismo, y apoyada por académicos como Charles Taylor (2001), tiende a legitimar las diferencias por sí mismas y en sí mismas desde una posición relativista. En consecuencia, otorga a toda comunidad cultural que vive en el seno de una sociedad democrática, un derecho ilimitado a conservar y practicar sus creencias y costumbres. Lo que se considera independiente de su conformidad o no conformidad con los valores y principios morales y jurídicos que rigen la sociedad de acogida. El argumento se basa en la inexistencia de criterios y fundamentos universales que permitan juzgar política o moralmente las culturas diferentes y sus prácticas (Zizek 1998, Zizek y Jameson 2001).

En su versión moderada, el multiculturalismo acepta y preconiza la convivencia de culturas diferentes, pero dentro de un marco integrador común. Es decir, bajo el imperio de los principios y valores fundamentales en los que se sustenta la sociedad dominante. En otras palabras, se argumenta que el multiculturalismo no puede ser indiscriminado, porque entonces desembocaría en el relativismo absoluto y en la exaltación de las diferencias. Lo que a su vez conduciría a la segregación y al ghetto. De aquí la necesidad de principios éticos universales que hagan compatible las diferencias y garanticen la cohesión social. Sólo así se lograría que la multiculturalidad se oriente hacia la interculturalidad, o sea, que las diferencias no se transformen en irreductibles e inconmensurables, sino que, por el contrario, se debiliten las distinciones jerárquicas y se produzcan nuevos mestizajes (Demorgon 1996, 1998).

En cuanto concepto político-programático, el multiculturalismo es un modelo de política pública y una propuesta de organización social. Desde esta óptica se presenta como la expresión de un proyecto político basado en la valoración positiva de la diversidad cultural. En cuanto tal, implica el respeto a las identidades culturales; no como reforzamiento de su etnocentrismo, sino al contrario. Se le concibe a modo de camino más allá de la mera coexistencia, hacia la convivencia, la fertilización cruzada y eventualmente el mestizaje. Se lo define del siguiente modo:

“Es el reconocimiento y la promoción del pluralismo cultural como característica de muchas sociedades. En oposición a la tendencia en sociedades modernas de unificación y universalización cultural, el multiculturalismo celebra y procura proteger la diversidad cultural, por ejemplo, los idiomas minoritarios. Al mismo tiempo se preocupa por la relación desigual que a menudo existe entre las culturas minoritarias y la cultura mayoritaria” (Jary y Jary 1991: 319).

Las ideas precedentes pueden ser válidas en términos generales. Pero las dificultades comienzan cuando se desciende al terreno de las prácticas. Por ejemplo, tratándose de políticas indígenas, ¿cómo juzgar la legitimidad o ilegitimidad de prácticas ajenas a la cultura de la sociedad mayoritaria? ¿Qué criterios aplicar para ello? Casos extremos de este dilema son el límite moral y legal de las prácticas culturales del canibalismo, incesto e infanticidio.

Will Kymlicka ha elaborado en su obra Ciudadanía multicultural (1996) una conceptualización que puede ayudar a dar respuesta a este tipo de interrogantes. El autor parte de la necesidad de otorgar derechos especiales a las minorías, pero desde una perspectiva liberal. Esto es, desde un planteamiento que parte del imperio de los derechos individuales y del valor fundamental de la libertad del sujeto. De este modo diseña un sistema en el que los derechos colectivos que él denomina “derechos diferenciados en función de la pertenencia a un grupo” (Kymlicka 1996: 25) y los derechos individuales se complementan sin resultar contradictorios. En síntesis, su proyecto intenta compatibilizar los valores liberales clásicos de libertad e igualdad con los derechos especiales en función de la pertenencia a un grupo que una sociedad auténticamente multicultural demanda. Dicho de otra forma: los derechos civiles, políticos y sociales, aunque básicos en cualquier sociedad que se llame a sí misma democrática, son insuficientes para asegurar el respeto a las minorías.

Llegados a este punto, vale la pena resaltar las implicaciones críticas del multiculturalismo. En la medida en que comporta la exigencia de respeto a las singularidades y diferencias de cada cultura, subcultura o grupo social, se contrapone, por una parte, a las políticas asimilacionistas de los Estados o culturas dominantes. Por otro lado, implica una crítica a la uniformidad que tiende a imponer la cultura mayoritaria de cada sociedad. También se contrapone indirectamente al eurocentrismo de occidente y a la globalización a partir de valores y realidades mercantiles. En resumen, en el corazón de esta doctrina está la defensa de los derechos de las minorías culturales, y en esto radica su mayor título de nobleza. Pero no se puede pasar por alto que el multiculturalismo también puede funcionar como una ideología que encubre las desigualdades sociales de género, de clase, etc., dentro del ámbito nacional bajo la etiqueta de “diferencias culturales” (Bauman 2004: 107).

El designio multiculturalista es el manejo de la diversidad en las sociedades liberales, acorde con las nuevas necesidades de la globalidad transnacional. Esto determina que es una diferencia admisible a partir de los principios liberales, y por tanto señala cuales son los límites de la tolerancia fijados por el propio neoliberalismo. Kymlicka, uno de los autores que ha defendido el reconocimiento de otras culturas por concebirlas válidas y legítimas, es considerado un liberalismo abierto a la pluralidad, pero encuentra barreras que le impone su propio enfoque a cada paso.

Dicha dificultad podemos ilustrarla brevemente, a partir de la distinción entre protecciones externas y restricciones internas que está en la base de su concepción de la autonomía. El punto que resalta Kymlicka es que el autogobierno —que se puede reconocer como derecho autonómico a los grupos con identidades propias—, es exclusivamente para que se resguarden de las amenazas y restricciones que puedan resultar de las decisiones arbitrarias de una mayoría perteneciente a otra cultura y que dispone de los instrumentos del poder. Es lo que llama protecciones externas. Con ello se podría garantizar desde el punto de vista multicultural una equidad correcta entre los grupos. Pero las decisiones que el grupo culturalmente subordinado pueda adoptar de cara a su propio sistema cultural y que buscan dar sustento a su vida colectiva, en tanto comunidad o pueblo, es decir, las restricciones internas, no deben permitirse desde un punto de vista liberal.

Kymlicka, no parece advertir una primera cuestión que tendría consecuencias para su propia propuesta. Admitiendo la importancia que le otorga a las protecciones externas para alcanzar la equidad, no da cuenta de que las restricciones internas que los grupos quieren mantener, al menos en buena parte, tienen el propósito de proteger a su comunidad de las amenazas exteriores y como tales, funcionan en todo, de acuerdo con las protecciones externas que le parecen adecuadas al autor. La distinción entre protecciones y restricciones es claramente la que hace posible la afirmación preeminente de los derechos individuales. Kymlicka rechaza toda referencia a derechos colectivos, prefiriendo hablar de derechos con referencia a grupos.

Sólo los derechos individuales merecen equipararse con los derechos básicos o humanos que el liberalismo ya ha definido. Estos derechos, a su vez, se sostienen en la facultad de elección, de decidir con autonomía según lo entiende el propio liberalismo. Cualquier situación que se aparte de este marco, por tanto, deberá considerarse un ataque a la libertad que, desde luego, no debe tolerarse. De ahí que el autor opine que los liberales, cuando se trata de promover la equidad entre los grupos, pueden y deben postular determinadas protecciones externas. No obstante, deben rechazar las restricciones internas que limitan el derecho de los miembros de un grupo a cuestionar y a revisar las autoridades y las prácticas tradicionales.

Pero el autor no puede ocultar que las llamadas restricciones internas, no son más que las decisiones que podrían adoptar los miembros del grupo a partir de sus propias normas identitarias. Las que podrían ser distintas o contrarias a los patrones liberales.

Este es el punto contradictorio y al fin impositivo del asunto, donde no se garantiza la facultad de agencia de los individuos; que, como hemos visto, no tiene que estar suprimida en el ámbito colectivo. Aunque pudiera mostrarse, hasta para el más exigente, que lo acordado es la expresión de la voluntad y el deseo más ardiente de los miembros del grupo, que ejercen así su facultad de elección, si ese acuerdo se aparta de lo liberalmente correcto, el autor lo considerará inaceptable. Lo que se busca garantizar es, entonces, el conjunto de principios y prácticas liberales. Exclusivamente hay un camino: vivir como liberal o convertirse en un liberal.

Kymlicka registra la opinión de los que objetan que algunas minorías no son liberales y, por lo tanto, los liberales deberían tratar de integrar a sus miembros en lugar de aceptar las demandas de respeto a sus culturas. Ante esto, el autor argumenta que, incluso en ese caso, nuestro objetivo no debería ser la asimilación de la cultura minoritaria; sino más bien liberalizarla de modo que pueda convertirse en el tipo de sociedad de ciudadanos libres e iguales que el liberalismo se propone lograr. Las minorías podrán mantener, desde luego bajo ciertas condiciones estrechamente vigiladas por el Estado “neutral”, algunos vistosos rasgos culturales como las costumbres o la lengua entre otras. Y todas esas diferencias serán aceptables, pudiendo mantenerse incluso como sociedades diferenciadas, siempre que asuman los principios liberales básicos, se entiende en lo político, lo social y lo económico, y no planteen ningún tipo de desafío a esa filosofía y ese modo de vida. Es decir, a condición de que puedan ser liberalizadas o “civilizadas”.

Finalmente, estamos en presencia de un proceso diferencial, administrativo e inclusivo. Las diferencias entre cultura son contextualizadas histórica y sociológicamente para ser administradas como diferencia o excepciones; para luego incorporarlas a los circuitos de convivencia multicultural.

2.3.4. Multietnicidad

La sociología interaccionista en Latinoamérica estudia las delimitaciones étnicas en barrios de inmigrantes, estos enfoques pasan a la antropología a través de Barth (1968). Este autor es leído por el brasileño Roberto Cardoso de Oliveira, quién buscaba alternativas teóricas al culturalismo reinante. Cardoso conoce en 1979 el conjunto de estudios publicado en Ethnic Groups and Boundaries: The Social Organization of Culture Difference (1969), coordinado por Fredrik Barth. Para el brasileño esta obra reflejaba una línea de investigación caracterizada por la gran afinidad hacia su proyecto “Estudio de las áreas de fricción interétnica en Brasil”, iniciado años antes (1962) y patrocinado por el Centro Latinoamericano de Investigaciones en Ciencias Sociales. Su punto de partida era la crítica a cualquier culturalismo, particularmente las teorías de aculturación, en la medida en que soslayaba el fenómeno mismo de las relaciones interétnicas. Barth, específicamente en su introducción a la obra, da un tratamiento privilegiado al nivel de las relaciones sociales como la base sobre la cual se había de inquirir al respecto de un grupo étnico y su identidad.

Esa perspectiva desarrolla la idea de que lo importante de la etnicidad estaba en la interacción social cotidiana. Es decir, la etnicidad funciona a modo de un recurso, por lo general, mientras se daba la total absorción a la modernidad. Así, las identidades étnicas surgían de una resignificación de la identidad tradicional en los entornos contemporáneos; como un recurso para regular la relación interétnica en estos nuevos espacios dados por las redes de migración y comunicación.

Inicialmente la migración de indígenas a las ciudades en formación, vaticinaba que lazos regionales y paisanajes acabarían desapareciendo. Esto mostraba la forma en que la identidad étnica finalmente era un recurso que se abandonaba cuando ya no era útil. Esta idea utilitarista de la identidad étnica, es el fruto de la creación de grupos de interés o de presión unida por un origen común. Estos pretenden explicar el surgimiento, reetnificación o desetnización en función de la existencia o no de unos recursos o beneficios por los cuales organizarse (Eriksen 1996).

“La naturaleza excluyente de las identidades nacionales es muy distinta a las identidades étnicas. Puesto que el carácter analógico que refiere a los distintos niveles de similitud y diferencia o de inclusión o exclusión que puedan ser identificables en las interacciones, aunque dicha flexibilidad no suponga necesariamente que la identidad puede fundirse en la otra” (Eriksen 1993: 157).

La etnia, a menos que la confundamos con grupo, es un “clasificador” que opera en el interior del sistema inter-étnico a nivel ideológico, como producto de las representaciones colectivas polarizadas por grupos sociales en oposición, latente o manifiesta. Tales grupos son étnicos en la medida en que se definen o se identifican valiéndose de símbolos culturales, “raciales” o religiosos. El carácter étnico de un grupo social tiende a ser fuertemente determinante, como ocurre en las áreas de fricción interétnica (Cardoso de Oliveira 1964: 43).

La definición del campo semántico de la etnia, aun cuando bastante exploratoria, nos remite el establecimiento de un puente entre la “antropología de las relaciones interétnicas” y la “sociología de las relaciones raciales”, nacionales o religiosas, que de algún modo, construyen sus identidades por contraste con ayuda de símbolos étnicos (Oliveira 1992: 44).

La influencia de Cardoso de Oliveira llega a México, a través de Miguel Bartolomé (Bartolomé 1976, 1979, 1997, 2000) y A. Barabas (1977). Este último propone la validez instrumental del concepto de conciencia étnica, entendiéndola una manifestación ideológica del conjunto de las representaciones colectivas derivadas del sistema de relaciones interiores de un grupo étnico, las que se encuentran mediadas por la cultura compartida. Así:
“el conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos) a través de los cuales los actores sociales (individuos y colectivos) demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados” (Giménez 2000 a: 28).

El recorrido histórico conceptual, ya desarrollado, nos permirirá en los siguientes capítulos, analizar la condición colonial del indio en Atacama y, posteriormente, examinar el contexto sociopolítico de la formación del indígena atacameño. La diferencia entre indio e indígena es sustancial, puesto que, el primero será una entidad supraétnica y no logrará aglutinar características propias de estos grupos sociales; en cambio el concepto de indígena permitirá visibilizar un sujeto social en Atacama.

Por otro lado, el concepto interaccionista de la alteridad desarrollado es este capítulo, nos permitirá examinar el fenómeno atacameño a la luz de las relaciones interétnicas en una estructura social específica, cuyo propósito es resolver las diferencias culturales.

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